La decisión del Ministerio de Transporte y Obras Públicas (MOPTT) –en el marco del Plan Transantiago- de retirar una significativa cantidad de los microbuses de la ciudad, ha generado polémica por sus efectos: Largas esperas de estudiantes y de hombres y mujeres trabajadoras; personas que arriesgan su vida “colgando” en lsa pisaderas; retrasos en la hora de llegada al estudio o al trabajo, en fin, una gran cantidad de externalidades negativas, cuyo costo lo ha debido asumir la ciudadanía.
No me cabe duda que los técnicos del Ministerio han actuado bien inspirados. Su intención de optimizar el sistema de transporte de la Región Metropolitana es loable y amerita el apoyo de la opinión pública.
Sin embargo, pareciera ser que el “factor humano” ha estado ausente de su ecuación.
Cuando las políticas públicas son formuladas bajo el esquema racionalista (como el usado por el MOPTT), se supone, nada puede fallar. Se parte de la base que el modelo utilizado, considera todas las variables y es capaz de predecir, hasta en el más mínimo detalle, lo que vendrá.
Pero, lamentablemente, hay suficiente evidencia para señalar que aquel modelo no es suficiente.
Y no lo es, pues olvida que las políticas, en su afán de generar cambio social, apuntan directamente sobre la vida cotidiana de las personas. Y cuando la información que se recoge en su etapa de diseño, es deficitaria respecto de la cultura, costumbres, símbolos y valores de la población, tenemos resultados como el que apreciamos con la medida antes citada.
Y no se trata solo de afirmar que aquellos técnicos no utilizan el transporte público (Lo más seguro en todo caso es que usen sus automóviles particulares), y que por eso los errores. No es preciso que aquella información sea recogida vivencialmente por los especialistas ministeriales. Lo que se necesita verdaderamente de su parte, es la voluntad de ampliar la mirada y entender que el impacto de la acción gubernamental tiene, en definitiva, rostro humano.