Desde hace un par de semanas, Paris, la “ciudad luz” le hace honor a su nombre.
Miles de autos incendiados han iluminado su noche, con la energía de la rabia y la frustración acumulada por décadas.
Jóvenes franceses, hijos de inmigrantes, se han volcado a las calles para protagonizar una catarsis colectiva.
Los automóviles, símbolos de la propiedad privada, esa a la que ellos tienen poco acceso, se han convertido en los “chivos expiatorios” de este ritual.
Conmocionadas, las autoridades francesas han llamado al orden y al entendimiento. Para eso, han puesto en juego sus mejores herramientas: la fuerza policial, el toque de queda y discursos plagados de eufemismos sobre estos “barrios difíciles”.
En Chile, a miles de kilómetros de distancia, no faltará quien se solace de esta “barbarie”.
Comparará la “primitiva” sociedad gala, con el avanzado estado de la chilena, y abundará en elogios a la pacífica manera en que nosotros resolvemos los conflictos.
Es más, capaz que hasta temerariamente se atreva a afirmar que en Chile, los conflictos sociales no existen, porque “las instituciones funcionan”.
Por favor.
A mi juicio, y muy lamentablemente, como país estamos plagados de muchas de aquellas “Petit Paris”.
Para que hablar de la desigual distribución del ingreso. De la desigual distribución de las oportunidades sociales. Para qué decir que la cuna pesa más que el mérito individual. Para qué referirme a la segregación espacial de nuestras grandes ciudades, y de los guethos a los que han sido relegados los más pobres, producto de erradas políticas sociales.
El caso es que de manera aguda, aquellas manifestaciones de jóvenes galos, tienen lugar episódicamente en Chile en un par de fechas en el año. Pero sobre todo en una. Cada noche del 11 de septiembre los jóvenes salen a la calle a manifestarse. A expresar su descontento contra el “establishment”. Contra esa estructura social que los determina a reproducir la pobreza en la que nacieron. Contra ese enemigo sin rostro que les sentencia a no desarrollar sus talentos, porque, muy probablemente –como le habrán dicho muchos de sus “profesores”, eso de “pensar en ser profesional” no es para ellos.
Lo curioso es que pareciera ser que como sociedad, hemos ido aceptando que aquel día a través de las fogatas y de las piedras (y bajo la atenta mirada de la autoridad), la presión social tenga una válvula de escape.
Es como si tácitamente diéramos la venia para que la sensación de injusticia, y el descontento vivenciados por muchos grupos excluidos, sean “legítima” y controladamente canalizadas durante esa única jornada. De esta manera, durante los restantes 364 días del año, podemos seguir existiendo como una sociedad “tranquila y razonable”, sin culpas, ni peligros de subversión .
¿Qué piensan ustedes?